30.5.08

NO PELEAR ACORTA LA VIDA.


Vengo de una saga de mujeres peleadoras. Mi bisabuela, quien podía montar a caballo a pelo y “por si las moscas” guardaba 25 escopetas Winchester debajo del piso de su hacienda, a tiros repelió a una banda de asaltantes conformada por veteranos de la Guerra de los Mil Días. Mi abuela, desde que llegó a la ciudad, es aficionada a las peleas callejeras; a sus 82 años, todavía se enfrenta con los marihuaneros de la esquina, quienes después de cada pelea, le prometen que no volverán a fumar en la vía pública y arrepentidos la acompañan hasta el supermercado y de vuelta a casa le cargan las bolsas. Mi mamá, abogada, prefiere un buen pleito que una conciliación mediocre; mantuvo la calma cuando un abogado de la contraparte fue a su oficina y le dijo que la única forma en que ella le podía ganar era si se acostaba con el juez, pero cuando el abogado volvió y trató de sobornarla con mucho dinero, lo sacó a patadas de la oficina, lo hizo rodar por las escaleras del edificio y, cuando llegó a la calle, le confió sus tacones al vigilante y correteó un par de cuadras al pobre abogado, quien aún no se atreve a voltearse para ver si mi mamá lo sigue persiguiendo.

Yo soy más calmada. Ya no se puede tener una buena pelea sin tener que lidiar con el sangrante estigma de la famosa violencia colombiana. Y a partir de los años 90, cuando me hubiera gustado agarrarme con varias de mis compañeras en el colegio, a los gringos les dio por adoctrinar al mundo en lo políticamente correcto, para expiar sus culpas de ganador, del number one que pasa por encima de los demás. En mi colegio agringado, que no era el numero uno, pero sí estaba lleno de culpas, todas nos volvimos políticamente correctas.

Por evitar una pelea, por ser políticamente correcta, no le dije a mi novio que no me gustaba el anillo de compromiso. Pasé saliva, me lo deje poner y sonreí como si nada. Pero sin poder evitarlo me lo empecé a tocar mucho, y cada vez que sentía ese acero, se me venía encima el acero de las 25 escopetas de mi bisabuela, la guerra de mi abuela contra el consumo de drogas en la calle y los zapatos de mi mamá taconeando en las cortes y dando patadas. La saga de las mujeres peleadoras, encarnada en las hazañas de tres viejas locas, me recordaba así mi pusilanimidad.

¿Valía la pena pelear por un anillo ahora, después de haber tenido que cancelar cuatro bodas? La respuesta la encontré… adivinen dónde. Me fui al supermercado, a comprar mi mermelada de agraz para untarle a mis galletas de avena, y a ver si en el mundo real pasaba algo diferente al mundo de las letras, que es donde yo vivo. Mientras hacia la fila para pagar, ojeando una revista, escampando en mi mundo de las letras el aguacero que me había caído encima, el aguacero de nada, de nada que pasa nada, me topé con un artículo que decía, sin atenuantes, que pelear con la pareja alarga la vida. Un estudio serio de la Universidad de Michigan sostiene que “en los matrimonios en los que sus miembros se tragan su indignación puede esperarse una muerte prematura”, en cambio, la gente vive más años en los matrimonios donde se manifiestan los sentimientos y se resuelven las cosas.

Yo no quiero una muerte prematura y ya era hora de que pasara algo en el mundo real. Apenas llegué donde mi novio, y antes de que me saludara, incluso antes de que se recuperara de la sorpresa de verme, pues me hacía trabajando, le dije, “no me gusta este anillo de acero y no lo pienso usar más”.

Vi cómo se le deformaba la cara, cómo si le hubieran dando un puñetazo en cámara lenta. Y arrancó la batalla. Hace rato no me sentía tan fresca, tan llena de vida, como si cabalgara por la hacienda de mi bisabuela, con una Winchester al hombro. Pero tal vez yo no sea tan recia, porque al final terminé llorando. Y adorando mi anillo. Es que mi novio me dijo algo tan lindo acerca del acero de mi anillo, que eso merece un capítulo aparte.

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